Roberto, un niño de doce años, estaba como todas las primeras semanas de septiembre, haciendo las tareas que le habían mandado sus profesoras para el verano. Siempre se resistía a completar los cuadernos de vacaciones durante los meses de julio y agosto y, por suerte, como su hermana Amparo, ocho años mayor que él, no le prestaba mucha atención, nadie sabía cómo se las apañaba para tenerlas todas escritas el primer día de clase. Sus padres trabajaban a jornada completa, así que Roberto aprovechaba para hacer todo lo que no podía durante el curso escolar: se despertaba cuando quería, veía la tele todas las tardes durante horas y, de vez en cuando, encendía la Game Boy Color para entrenar a sus Pokémon. Pero ese martes once de septiembre de 2001 no era un día más. Sería el primer día del resto de su vida.

Eran las tres y diez de la tarde, hora peninsular española, y Roberto ya había encendido Telecinco para que, cuando la periodista catalana Àngels Barceló diera por finalizados los informativos de mediodía, empezara una de sus series favoritas, Al salir de clase. A Roberto no le gustaba realmente la serie, y muchos de los conflictos que planteaba los veía muy de lejos. Ni siquiera pensaba que los actores que salían en pantalla actuaran bien. Pero tenían algo que lo enganchaba durante una hora todas las tardes de lunes a viernes. Una hora en la que el ritmo de trabajo disminuía para atender a la serie. Sin embargo, el televisor no reflejaba la escena cotidiana. Àngels Barceló estaba blanca. No tartamudeaba, pero casi. Sin dejar de mirar fijamente a la pantalla, como queriendo traspasar con sus ojos cualquier muro y comunicar más de lo que sabía, de lo que podía.

La periodista de los informativos Telecinco hablaba sobre un posible accidente ocurrido en Nueva York, una ciudad que terminaba de recoger el desayuno. Un Boeing 767 se había estrellado contra una de las Torres Gemelas que coronaban la ciudad americana. Las imágenes no podían ser más explicitas. Al joven Roberto le parecían dos cigarros, uno de ellos encendido, el otro apagado. Del cigarro encendido salía una humareda tremenda, y parecía muy peligrosa. Mientras se mostraban las imágenes en directo, otro avión chocó tal cual contra la segunda Torre. Ya estaban prendiéndose los dos cigarros. Roberto hasta se asustó. Nunca en su vida había visto algo parecido. Corrió para ver dónde estaba su hermana y le preguntó: ¿qué son las Torres Gemelas? Su hermana, siempre atenta con él, respondió de manera tajante: “búscalo en la enciclopedia”. Dos segundos después, Roberto había encontrado el tomo correspondiente y leía al respecto.
Era la primera vez en su vida que estaba informándose. Que necesitaba saber más. Que quería saber qué estaba ocurriendo. No entendía, no lograba comprender cómo había podido ocurrir algo semejante. Quién o qué estaba detrás de los dos atentados contra el emblema de todo un país. No se atrevió a ir al sofá, él seguía en su silla, con sus deberes de clase enfrente y un bolígrafo en la mano. Quizá se preparaba por si tenía que escribir algo. Quizá él quería ser la propia Àngels Barceló. Quizá estaba petrificado ante una noticia tan impactante. Las imágenes que se seguían no eran más pacíficas. Varias personas saltaban torre abajo, a sabiendas de que iban a morirse igualmente, quemados o chafados por los escombros. Y entonces ocurrió lo peor. Una de las dos torres se vino abajo. Literalmente.

Roberto ya sabía por qué no se movía. Tenía demasiados sentimientos y demasiados pensamientos, a sus doce años, como para poder reaccionar. Y además una lágrima le recorría su mejilla derecha. ¿Cuánta gente habría allí dentro? ¿Cómo habrían vivido los pasajeros del avión sus últimos segundos de vida? ¿Quién se atrevía a hacer algo así y por qué? Ese mismo día Roberto supo que quería ser periodista. Que sería periodista.
Nueve años después, Roberto sigue viendo los especiales que se emiten en televisión, aunque todas las imágenes las recuerda como si las hubiera vivido. Ahora y a sus veintiún años, va a empezar tercero de Grado en Periodismo. No esperaba –ni quiere- tener que afrontar un acontecimiento como el vivido en 2001, pero sabe que fueron esas horas pasadas frente al televisor y casi sin pestañear las que cambiaron su vida. Roberto siente admiración por todos aquellos que, como Àngels Barceló, tuvieron la profesionalidad, la capacidad de mostrarse serenos, tranquilizadores, comunicadores.

Pero hay algo que Roberto sigue sin entender, y es por qué, ahora que ya se saben los culpables de los atentados que causaron la muerte a más de tres mil personas, el presidente de los Estados Unidos, Barak Obama, ha mostrado su apoyo a que se construya una mezquita en el mismo lugar donde antes lucían las dos Torres Gemelas. Y menos aún comprende cómo puede decir que su país tiene “una deuda con el Islam”. Todavía visiblemente emocionado, Roberto escribe ahora estas líneas, que estarás leyendo con mayor o menos interés. Todavía visiblemente emocionado, Roberto se despierta cada once de septiembre recordando cada segundo que vivió hace nueve años, la ropa que llevaba puesta, lo que escribía en los folios, con quién habló, a quién llamó.
Todavía visiblemente emocionado, Roberto sigue necesitando desahogarse, gritar un segundo, cada once de septiembre, un día que nunca olvidará, igual que ninguna de las familias de las víctimas. Igual que nadie en este mundo. Todavía visiblemente emocionado, Roberto no redacta el artículo para odiar, sino porque forma parte de ese grito anual con el que necesita sacar la angustia que lleva dentro.
Todavía visiblemente emocionado…
Roberto S. Caudet