Martes 28 de septiembre de 2010. Roberto, un joven de 21 años se despierta con fiebre muy alta, devolviendo, lleno de mocos. Está a punto de estallar. Aunque espera un par de horas, y se toma un paracetamol, su cabeza no mejora. Y ya lleva así un mes y medio. Sin dudarlo, acude al servicio de Urgencias del hospital La Fe, en Valencia, donde vive. Allí le atienden enseguida y, pese a la pastilla para la fiebre, la temperatura le ha subido medio grado más. Tiene taquicardia, se encuentra extasiado. Tras una hora de espera, lo recibe una doctora. Es rubia, de talante encantador. Se muestra atenta, incluso servicial.
La doctora López manda a Roberto, tras explorarlo primero en la camilla, unos análisis completos de sangre y unas placas de tórax. Y le aconseja acudir a enfermería a tomarse otro paracetamol. Después de tres horas y media más, la temperatura le ha bajado considerablemente, pero sigue encontrándose como si le golpeasen la cabeza. La doctora, que vuelve a recibirlo, lo tranquiliza: “Los rayos han salido perfectos. No tienes pulmonía. Y los análisis también están bien. No hay índices de infección, ni de anemia, ni de nada…” La pausa es corta pero reveladora. Hay algo que está fallando. “No me parece normal que lleves dos meses con fiebre, aunque te tomes ibuprofeno, gelocatil, o lo que sea… Y además, te han mandado ya tres antibióticos y no mejoras”.
Ante la cara de incertidumbre de Roberto y la de su madre, visiblemente angustiada, la doctora sentencia: “No sé qué te pasa, y aquí no te puedo ayudar”. Ahora sí, algo falla. Pero esta vez no es el cuerpo de Roberto –que también- sino el sistema en sí. La seguridad social pública española. La madre de Roberto, que no consigue evitar mostrarse indignada, suelta con fuerza: “¿Me está usted diciendo que en un hospital no se le puede hacer nada más a mi hijo?”. “No me eche a mí la culpa”, le espeta rápidamente la doctora. Y cierto es, dentro de los protocolos de Sanidad en la Comunitat Valenciana, la señorita López no podía hacer nada más. “Además, Roberto no parece estar en riesgo de muerte. Respira, habla, anda”. Es un alivio saberlo.
Así que Roberto y su madre se fueron a su casa, resignados, sin saber por qué, desde hace dos meses, algo le está produciendo fiebres altas a Roberto. O sea, a mí. Y no hay ningún médico (porque el asunto se repitió dos días después y luego otro más) que sea capaz de diagnosticar nada. A mí me parecería frustrante haber estudiado seis años de carrera de Medicina para no saber qué le pasa a uno de mis pacientes. Y me parece, todavía más terrible, que se le mande a casa sin seguir haciéndole pruebas. Sin embargo, ninguna de las tres doctoras mostró la más mínima compasión. En realidad una sí. La doctora (alergóloga) María Nieto fue la única que intentó ganarse la definición de médica y me envió a Medicina Interna, además de decidir que me realizaran unas pruebas de inmunoglobinas, para comprobar si quizá es mi sistema de defensas el que se ha atrofiado.
La doctora de Urgencias no sabía responder a mis síntomas y mi doctora de cabecera diagnosticó que “exageraba”. “Quizá no tengas tanta fiebre”, logró decirme mientras yo visualizaba una escena en la que el Titanic salía de las profundidades y se le incrustaba en un ojo una y otra vez. Mamarracha. Hoy, este Odio renace a escasas dos semanas para el primer aniversario. Después de cinco días sin fiebre, a saber por qué, vuelvo a este pequeño blog que tantas veces, como ahora, me ha ayudado a desahogarme.
Pero este artículo no va a servir para Odiar. Ni a la Sanidad pública. Ni al equipo médico que me atendió la primera vez, ni la segunda, ni la tercera. Ni a la fantástica doctora que, con una sonrisota a lo presentadora de un Call TV me envió para casa, cuando la que debía quedarse durmiendo era ella. Por incompetente. Por necia. Porque lo de esa maldita estúpida no es Sanidad Pública, sino Púbica. No quiero ni pensar cómo habrá llegado hasta ahí. Púbica, más que púbica. Tampoco voy a odiar a mi cuerpo por subirme la temperatura sin razón aparente. Hoy lo que voy a hacer es cagarme en todos ellos y desearles una diarrea de una semana sin cesar. Ahí, a lo Cataratas del Niágara. Y a tomar viento fresco.
El domingo ya escribo algo más decente, que hoy necesitaba contar que sigo vivo aunque nadie sepa por qué. O por qué no. ¡Feliz Día del Odio a todos! ¡Ya he vueeeeelto...!
Roberto S. Caudet
No se sabe si uno se pone enfermo por su propos males o por las incompetencias de los demás. Que tu desierto de dolor tenga muchas flores de tranquilidad.
ResponderEliminarCompletamente de acuerdo. De hecho, algo así fue lo que motivó a mi padre a abandonar la sanidad pública o púbica.
ResponderEliminarDeseo que te recuperes pronto, odio que estés enfermo.
:)
Eso no puede quedarse así nene, te tendrán que hacer muchas más pruebas aunque ahora te puedas encontrar mejor, porque una fiebre así por las buenas no aparece. La verdad es que los médicos muchas veces parece de témpano, y no se molestan en seguir averiguando que les puede pasar a los pacientes, y sobre todo que te digan que exageras. Vamos, para matarla con la mirada y mandarla a tomar viento fresco.
ResponderEliminarEspero que no lo dejes y que puedan averiguar que es lo que te pasa.
Un besote muy muy grande, y hoy muy especial
No sé si los médicos son de témpano, pero los que me han tocado a mí, muy serviciales, desde luego, no son.
ResponderEliminarAyer me hice dos pruebas más, a ver qué resultados dan. De momento llevo una semana entera (bieeeeen) sin fiebre. Qué raro se me hace esto de contar mi vida por el blog...!